jueves, 1 de noviembre de 2012

Un día de otoño


Ahora que el verano parece tan lejano y comienzan a caer las hojas de los árboles, los fines de semana buscamos lugares cerrados para no pasar frío. Últimamente vamos a muchos talleres donde hacemos muchas cosas diferentes. Lugares donde hay peluches de diferentes formas y niños corriendo de un lado para otro y saltando y riendo y gritando. Y yo también corro, salto y grito y pongo cara de payaso cuando me hacen una foto. Y bailamos escuchando canciones de Hora de Aventuras que tocan un grupo con guitarras y todo.

Sitios donde pintamos a nuestras familias y a mí me salen con unas piernas muy largas y unas cabezas diminutas y unas manos enormes con cuatro o cinco dedos, según me apetezca en ese momento. Y me encanta tumbarme a dibujar y mi padre me dice que me parezco a unas jóvenes de hace muchos años que se tumbaban igual a escuchar discos. Ahora me he perdido con lo que estaba diciendo... ¡ah, sí! que en todos estos sitios coincido con amigos con los que pintar a nuestras familias.


 Y, a veces y solo a veces, en esos sitios me regalan una camiseta y me dejan pintarla a mí. Mi padre me dibuja a Pomelo que es el personaje de algunos de los cuentos que más me gustan y yo pinto lo que dice la señorita con el micro en la mano. Con puntitos primero y con líneas después. Y pongo mucho interés para que me salga una camisa bonita porque luego me la podré poner para ir al colegio o a otros sitios donde me lleven mis padres.

 Y al final mi padre me pinta la espalda. Se queda un rato pensando y comienza a dibujar algo. Claro, yo no sé lo que es porque no puedo verme la espalda porque como está detrás mío, pues no puedo verme la espalda. Y cuando termina me dice que me va a hacer una foto y entonces ya veo lo que tengo en la espalda. Es un uno. Yo sé ya como es el uno porque en mi cole me han enseñado el uno, el dos, el veintiocho... Y también pone Celia y también lo sé porque me lo han enseñado. Y así termina un día de otoño.